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Historias del Jardín de Oriente

  • Foto del escritor: LaraYagia
    LaraYagia
  • 25 jun 2020
  • 20 Min. de lectura

Actualizado: 31 jul 2024

Tres historias entrelazadas en la génesis de un mismo pueblo, entre las tradiciones y el temor de los turistas. San Agustín un pueblo en el Jardín de Oriente.



A las orillas del cerro crece la vida, de sus manantiales brotan aguas puras, frescas y cristalinas. Los tomates, las lechugas y coliflores tienen sus colores, el punto de verde y rojo propios de la naturaleza. Lo más preciado de los campesinos, el café. Semilla que crece en climas húmedos y tropicales, con un sabor único de cada tierra. Propios del suelo, los gusanos, hormigas y alimañas que atacan los cultivos han parecido respetarlos esta temporada, haciendo de la cosecha la mejor en años. Ni las aves ni los ladrones han entrado a robar nada, pues en esta tierra de abundancia y vida, todos se conocen y se cuidan, le temen más a la naturaleza y sus descuidos que a los propios hombres.


Muñecas de todo tipo protegen los huertos, son rosadas, azules, rojas con un sombrero de paja hecho a la medida, doñas que compiten por el mejor espantapájaros que hay, la muñeca del cerro. Las hay: altas, gorditas, bajas y flacas, una de ellas carga en su mano un rosario, otra un trago de ron y la más pobre un palo pintado de rojo con un hilo amarrado, para ahuyentar el mal de ojo.


A las orillas de la carretera, cerro arriba y cerro abajo, se ven los adornos del tiempo, capillas en honor a los muertos en carretera, si dinero tenían, una pequeña pero notoria casita con cruz y nombres del difunto, si en su más grave desgracia económica yacía, solo una cruz o una piedra se encontraba. En las grandes y complejas curvas del cerro más de un distraído cayó, algunos murieron y otro tanto no volvió a intentar subir. Es la naturaleza de la vía que se hace fiel a sus conocedores, desde niños hasta los viejos, pero todos casados con estas rutas, nacidos allí, e incluso, los más memorables, la conocen desde que de tierra era la carretera.


Gracias al turismo abundante, la gente viene y va en tan solo horas, extranjeros y de todas partes visitan estas montañas. <> dicen quienes huyen de las urbes, para otros <>. Muchos italianos, alemanes y varios españoles, eligieron esta montaña como su retiro, trayendo sus tradiciones y grandes construcciones. La mayoría se dedicó a la siembra, pues como dicen los antiguos: quienes trabajan la tierra, son sus dueños. Aquellos hábiles para el comercio no sembraron, pero embellecieron con sus posadas y complejos turísticos, dando más vida y reconocimiento al cerro. Apellidos antiquísimos, Bellerman, Blohm, Luongo, Vicentelli y el más memorable entre los foráneos, Humboldt. Este maravilloso Jardín habitado por familias de todo tipo, es buen huésped, no deja mal al invitado y entre los mismos anfitriones siempre se han dado la mano.


Cada viernes por la tarde hasta los lunes a la madrugada, transitan familias citadinas, unas que vienen y otras que van, después de escapar del ajetreo urbano y buscar un pequeño espacio de felicidad, e higiene mental, llenan sus almas de nuevo y se preparan para volver a la cotidianeidad de la vida de la ciudad.


Las fiestas de Semana Santa llegan y con ella, procesiones tradicionales de raíces católicas, de los pueblos de la América hispana. En la subida a San Agustín, hay una casa, donde habita la muñeca de trapo más guapa y glamorosa, respetada por todos, La Maravillosa. Tan natural en los padres asustar a los niños para tenerlos quietos y tranquilos, utilizan la jovial figura de esta señorita cada vez que suben, hasta que los niños se hacen adolescentes, adultos y viejos, pero al pasar transmiten la leyenda:


—Pedro y María José, o se quedan quietos o se los lleva la maravillosa.

—eso no existe, no seas embustero.

—Ah con que no existe carajitos, vean para allá que ahí los está esperando, los niños que se portan mal se los lleva por la noche y ve que en este cerro no los consiguen más nunca.

—No papá por favor que no nos lleve la maravillosa yo me porto bien y mi hermana también, esa muñeca es feísima.

—Se me quedan quietos pues que ya casi llegamos y persígnense al pasar por la iglesia.

—nombre del padre, del hijo, del espíritu santo, amén.


De esta colorida manera, se mantienen vivas las costumbres entre padres e hijos, aunque no tengan una explicación muy compleja, los niños repetirán esta conducta, posiblemente, con sus hijos y así sucesivamente.


Aunque pocos saben el verdadero origen de la leyenda de La Maravillosa, pero para eso estamos acá, para narrar los sucesos que dieron origen a tan peculiar relato que poca atención ha recibido.


Corrían las fiestas patronales del pueblo de San Agustín, iniciado un 28 de agosto, las familias prominentes del joven poblado, arreglaban a sus hijas para presentarlas en la sociedad, los varones que ya habían probado su valor y virilidad ante la comunidad sacaban a bailar a las señoritas. Todos con su liquiliqui blanco o beige, y las damas de un vestido largo color blanco, muestra de pureza y nobleza, como una danza de prestigio. Iniciaba la reunión en la misa, donde todos tomaban la comunión y se saludaban entregando la paz, el padre Manuel García Tamayo, un hombre de tez blanca, enrojecida por el sol y cabello blanco, con unos anteojos, había venido desde Francia para establecerse en este poblado, manejaba varios idiomas e impartía sabiduría a quienes en constante duda y aprieto acudían.


Bendijo la unión de las familias Daetano y Scalina, ambas de origen italiano, se asentaron en el pueblo para trabajar la tierra, y siendo fruto de ello, un matrimonio entre Alejandro y Natalia. Rozaban los veinte años cuando sus padres decidieron esta unión, los jóvenes, poco se opusieron, siempre hubo un intercambio de miradas y sonrisas, nada fuera de lo normal. Alejandro, era un joven bastante respetuoso, alto y de cabellera castaña casi amarilla, gozaba de la fisionomía exótica por lo que las mujeres y jovencitas del pueblo lo miraban con suspiros y todas al pasar, guardaban el aire y sacaban el pecho a ver, si en algún momento compartían sus aposentos.


La hija de los Antuarez mantenía una visita constante con intereses en el joven, de esta relación informal solían ocurrir viajes al manantial y las quebradas, teniendo casi por segura la niña Antuarez, el matrimonio con el joven Daetano. Aunque estuviesen enamorados, esta muchacha era desconfiada y celosa, de un hombre que, si bien tenía un atractivo visual, dejaba mucho que desear al conversar, pues castigo divino, era torpe y sin mesura para hablar, inmaduro para sostener el legado de la hacienda. La preocupación de sus padres era que saliera de manos de la familia italiana, para ser patrimonio de otra clase de gente. Estos Antuarez que, aunque pobres no eran, ricos tampoco y solamente comerciantes de la localidad. Por eso, Galeno, el padre de la familia Daetano insistió con Mario en casar a sus hijos, pues para la muchacha Natalia no yacían muchas buenas oportunidades maritales en el pueblo, los hermanos de Alejandro eran bastante pequeños y era el único hombre con edad de una familia respetable. La joven de tez mediterránea casi canela no tenía los encantos para Alejandro que la niña Antuarez, era menos avocada a la sensualidad, pero lo que falta en un lado, Dios lo compensa con otro decían los viejos. una gran jinete, apasionada por la lectura y las artes, tocaba el piano y el harpa. Disfrutaba de dar largos paseos por la hacienda revisando a los obreros y ver en qué podía ayudar, sin duda alguna, una mujer nacida para mandar. Por su naturaleza, sus padres se preocuparon en que no dejase descendencia. En su mente siempre estaba la figura de un hombre lleno de brío, educado pero valeroso al mismo tiempo y que pudiese ayudarla y protegerla, un alma gemela como en las novelas que leía. Los consejos del padre Manuel fueron varios, era tutor de Natalia y, aunque en un punto enseñaba a los niños de estas familias conocimientos básicos en filosofía y teología, el caso de Alejandro era particular, lento para las clases y con un constante interés en la naturaleza y las mujeres, poco se aplicaba en clases, donde Natalia, quedaba siempre en primer lugar.


 

La gruta


El amor tocó una vez a su puerta, durante la visita de un comerciante, Diego de las Heras, con él, vino un joven, Tirso Herrán, de familia empobrecida y adoptado por Don Diego. Había aprendido a desarrollar el arte de la conversación y la entrevista, que indudablemente le permitieron a Don Diego sacarle provecho en negocios como agente de información e inteligencia. Transcurrían los primeros días de mayo, específicamente un día de la Cruz, cuando en la visita de Don Diego, fue invitado por los Scalina a tomar la misa y la gala, para aquél entonces, Natalia contaba con 16 años y Tirso, jovial e inteligente con 19. Se saludaron e inmediatamente hicieron una conexión, que se transformó en un baile, nada especial pero sí, en sus ojos yacía la emoción del amor joven, a primera vista y a primera noche, una sonrisa que era capaz de ocultar los nervios y el corazón acelerado, la niña sin saber cómo responder, y el caballero manejando la situación con la poca experiencia previa que le otorgó su historia.


—Señorita Scalina, me atrevo a decir que en mis viajes es usted la mejor bailarina que he conocido.

—Muchas gracias, Tirso, pero cuéntame más de ti, he visto que has venido a comerciar con mi padre y bueno, soy joven todavía, pero conozco un poco de la producción de café y hortalizas.

—Vengo de muy lejos, de Asturias, y llegué cuando era bebé, pero me adoptó esta tierra y pertenezco más a ella que a mi nacimiento. Con la vida y la paz que abunda, no me provoca marcharme.

—Encantador, conozco algo de Asturias, por referencia del padre de la iglesia, que mucho nos habló de ella en el origen de España, algo aburrido el tema, ¿tienes familia acá?

—Soy huérfano de padre y madre, mi hermana regresó a Asturias con nuestra abuela y yo, bueno me fugué porque me esperaba la iglesia o el ejército, y preferí aventurarme al mundo, además he podido conocer bastantes lugares, desde el mar caribe resplandeciente, donde los peces saltan, y al cruzar el mar ves ballenas y delfines, hasta la inquietante luna, que alumbra lo que con respeto diré, son sus hermosos ojitos, señorita Scalina.

—Gracias. Que bonito debe ser el mar, solo he ido dos veces para comprar algunos mariscos, es una carretera muy peligrosa e insegura, mi padre dice que hay muchos bandidos y asaltadores en la vía que se aprovechan de los comerciantes y productores, por eso solo salgo al pueblo y, de vez en cuando me escapo para ver la Cueva.

—¿Cuál cueva?

—La del Guácharo, un ave que abunda en esta zona, pero escasea en casi todo el mundo, dicen las leyendas que llega hasta Brasil por rutas subterráneas, pero creo que son solo mitos, me gusta mucho imaginarme que un día puedo aparecer por esos lados.

—Natalia, no sé si quisieras mostrarme dónde es, porque no la vi al llegar.

—Por mucho que me encantaría, no son cosas de señoritas de buena familia, además si me atrapan contigo me matan, aunque la luna está clarita.

—Serán unos minutos, me gustaría que pudiéramos conversar, a solas…


Esperaron los jóvenes a que cesara la fiesta y entre las 2 de la madrugada y las 3 se encontraron en la iglesia, de allí bajaron en el caballo que tenía Tirso, una pendiente, sin duda peligrosa y de un frenazo, casi caen al precipicio de la montaña. Natalia como mujer que conocía el atajo, se hizo sonrojada con las riendas y le dijo a Tirso: <>. El joven, más que sorprendido, estaba encantado. Al cabo de unos minutos habían llegado a la entrada de la cueva, donde solo se veía por el reflejo de la luna, las figuras de la nacida pareja en la orilla del manantial frente a la cueva. La vegetación, verde, mágica y misteriosa escondía un encanto mezclado con el miedo de la aventura, por algo se mantuvo protegida durante miles de años del desarrollo del hombre. Ante estos jóvenes, con aventura en su mirar, entraba un halo que los hacía verse la cara, enamorados a primera vista, se besaron.


De pronto la noche comenzó a ser benévola y los guácharos, que salían a buscar comida cesaron su alboroto y dieron paso al silencio, un silencio tal que ni los insectos o serpientes daban ruido alguno, solo el latido de los corazones y los besos entre ellos. El frío no era inconveniente cuando la mente estaba en otro lado. Tras hablar de sus vidas y conocer sus orígenes, ambos compartían hábitos como la lectura, la fantasía y el gusto por el trabajo. Estos aspectos eran idóneos para el hombre de las fantasías de Natalia. Tirso, deseoso, de poder volverla a ver, manejaba la realidad que lo ataba y entendía que, aunque correspondido, esta relación era imposible para los Scalina.


—¿Cuándo te podré volver a ver Tirso?

—Natalia, cuando pueda volver lo haré, espero que sea pronto, porque esta ha sido, la mejor noche de mi triste existencia.

—Quisiera que te quedaras conmigo, administrando la hacienda, podríamos formar un futuro hermoso, tú ayudando a mi familia en el mercado con un emporio y yo supervisando y manejando los cultivos.

—Ay Natalia, por lo que veo tus padres no quisieran que estuviese contigo, fíjate que ni me presentaron a ti, sino que te vi y bueno pensé en invitarte ¿cómo puedo hacer eso?

—Cuando te conozcan vas a ver que te van a querer, además en unos años o menos ya me estarán buscando esposo, en este pueblo son todos feos y los otros que he conocido que aprueban sus estándares, tienen paja por cerebro o piensan solo en el disfrute y yo, aunque niña quiero ser grande, tengo aspiraciones y necesito alguien que me acompañe.

—Yo vengo de abajo Natalia, no me van a querer, si a penas tengo un caballo y donde caerme muerto, eso claramente, si Don Diego lo desea.


Trascurría la conversación llena de tristeza por saber que se perdería lo hermoso e inmediato, como una balada triste donde se sabe el final y se disfruta el comienzo, a lo lejos sonaban pasos y el galope de al menos cinco bestias, la pareja decidió echarse al suelo detrás de unos árboles y ver quiénes pasaban.


En la niebla de la noche, cinco hombres pasaban, uno de ellos con la cara tapada por un sombrero. Llevaban machetes al costado, cargaban en el caballo armas de fuego y una antorcha que daba luz a la bajada. Se detuvieron en el río, justo del otro lado de donde se escondieron Natalia y Tirso. Dieron agua sus caballos e hicieron una fogata, esto imposibilitó que los mozos se regresaran, por miedo a que los asaltaran y, en el caso de Natalia que la violaran o raptaran.


Humo salía, hasta que, al pasar de unas dos horas de descanso, se prepararon a orillas de la carretera y apuntaban sus escopetas en sincronía, camuflados por la noche y las plantas. Esperaban un cargamento de cueros que iba hacia la costa y pasaba por el pueblo desapercibido. Luego de un intercambio de disparos, no quedó ninguno en pie. Los cinco hombres mataron a los mercaderes y se llevaron el cargamento, de pronto notaron amarrado a la orilla de la cueva el caballo de Tirso, empezaron a buscar por los alrededores de la entrada de la cueva, veían que la herradura y la marca del caballo no eran del pueblo, era un sello distinto proveniente de la costa.


Tirso y Natalia disimuladamente lograron retomar el curso del río y encontraron un pozo en la oscuridad, plena noche solo las luciérnagas alumbraban la densa montaña, pues o era la selva inclemente, o los asesinos que emprendieron la búsqueda sabiendo que había testigos de su robo. El corazón acelerado resaltaba en el pecho de Natalia, Tirso, si bien mayor y experimentado, temía por la vida de su amada y por la de él. Nunca se es muy adulto ni muy joven para tener miedo. Minutos de camino pasaron en terreno desconocido, los asaltantes empezaron a dividirse para rodear el territorio, y Natalia en una plegaria al cielo encontró una salida. Frente a la cueva, había una gruta, pequeña y tapada por la piedra, plantas y, como por obra de Dios la misma fortuna de la noche, se metieron en ella y esperaron lo mejor. Efectivamente los bandidos no los encontraron y casi tras una hora de búsqueda, tomaron la carretera con el caballo de Tirso.


Era hora de regresar, pero ¿cómo explicarlo? Natalia había perdido su vestido, estaba roto y lleno de tierra y yerba, Tirso sin caballo y con pocas prendas ahora tenía su camisón roto, ¿qué pensarían los padres? ¿Coincidencia? Esas cosas no entraban en la mentalidad de hacendados y mucho menos de comerciantes acostumbrados a tratar con las mentiras de las personas, tanto para perjudicar como para beneficiarse, pues, si algo abunda en las negociaciones entre los hombres, es la capacidad de engañar.


Tendrían que inventar una muy buena historia los dos, cuando faltaban solo horas para la salida del sol, emprendieron una caminata. En el camino, pensaron en qué podrían decir al respecto, y en caso de que nadie notase su ausencia, guardar silencio. Don Diego no diría nada, quería y protegía a Tirso como su hijo y lo enseñaba a desenvolverse en sociedad, dentro de las posibilidades de un comerciante, claro está. Natalia sí podría afrontar hasta el ser desheredada, aunque en su mente llena de libros y héroes, todo lo ocurrido haya estado más que justificado.


Llegado el amanecer, los muchachos yacían cada uno en sus respectivos aposentos, Natalia, trepó la cerca y entró por la ventana, conocía los horarios del vigía de la puerta Este para ir a preparar café, una vez en su cuarto rompió el vestido e inmediatamente se limpió la cara. Lanzó a la cama, pero intentando dormir, no podía sino pensar en cómo esta, podría ser la única experiencia en su vida, pues lo que vendría no era algo tan impredecible, casarse, entregar su conocimiento y hogar a otro hombre que se encargaría de ella y pasaría a estar relegada, como su madre y abuela, a los pasatiempos, la costura, alfarería, bordados, cocina. Hasta tener sus hijos y educarlos, para luego reducir su vida a la dedicación y piedad, que son grandes mezclas cuando se espera la muerte por medios de Dios. Tirso, que llegó a la hamaca en el solar, no pudo ocultar nada, Don Diego, si bien algo avanzado en edad, era sagaz y se percató que la hamaca del joven hace rato que no se movía, pero como bien predijo el joven, no solo que no lo juzgó, sino que al verlo le preguntó:


—¿Cómo está ella?

—¿Quién Don Diego?

—Tirso, te conozco casi desde que aprendiste a hablar, dime si la muchacha está bien o no, total nos vamos en unas horas y pude cerrar el trato con el señor, no se dio cuenta que vende a precios muy bajos, pero le hice creer que eran altos. Así que nos conviene irnos temprano, cosa de tomar el barco hasta Margarita.

—Está bien, pero quisiera volverla a ver, sé que no me van a querer sus padres y se lo dije. No puedo hacer más, he visto la mirada de su papá cuando bailaba con ella y de no ser porque ando contigo, estaría muerto.

—Ay niño, el mundo es un lugar muy complejo, donde podríamos venir a sufrir salvo los destellos de alegría que tienen esos momentos, no puedes negar que esta ha sido una o sino la mejor noche que has tenido.

—Solo la besé y fue con mucho amor, luego unos bandidos aparecieron y tuvimos que escondernos.

—Bandidos…entonces, no tengo que pensar mucho en que perdiste el caballo.

—Te lo iba a decir al amanecer, esos hombres se robaron unos sacos llenos de cuero y nos persiguieron, menos mal que pudimos escondernos.

—Ah, pero si Ulises se quedó corto contigo, tanta aventura pasó en unas horas, dale gracias a Dios que estás vivo ¿sabes cuánta gente han matado en carretera? Y lo peor es que cuando los encuentran ya los culpables están en otro país, si son cobardes. Los inteligentes se quedan en la zona y pasan desapercibidos.

—Es ella, su mirada bajo la luna, se le ocurrió un sitio que había visto de pasada para escondernos y como por arte de magia no nos vieron y se fueron. Estaba asustado y ella se veía tan tranquila en plena gruta, tirada al suelo como un soldado, si no se hubiese calmado, te juro Don, yo hubiese muerto del susto.


Pasaron los años y estos jóvenes no volvieron a encontrarse. Tirso retomó los viajes comerciales por la costa, pero no pudo volver a subir al pueblo, Don Diego falleció dos años más tarde, dejándole al adoptado todo lo que tenía, una casa en Cumaná, seis caballos, un terreno en Margarita y dos botes que rentaba a los pescadores de la ciudad. Natalia culminó sus estudios básicos con el padre Manuel y poco a poco recordaba aquel niño que veía como un hombre hasta que el pasar del tiempo colocó cada momento y experiencia en su respectivo lugar.


 

Suerte, Alejandro


Un año más tarde, Emilia Antuarez, enamorada del joven Daetano, pero por ser de familia inapropiada y además mayor, no podía casarse con el joven. Sus encuentros siempre más frecuentes y llenos de pasión no dejaban espacio a otra cosa que no fuese el deseo. Esta mujer, entregada a cumplir los caprichos del futuro hacendado, lo complacía en todo, nunca negaba palabra. La inocencia de los hombres ante las mujeres a veces es tal que no se ve más allá del momento. Existe una especie de ceguera relacionada con la posesión del amor que complica, cierra el mundo y hace que las personas pierdan su autonomía y capacidad de actuar o decidir. Algo por el estilo le ocurría a Alejandro. Emilia, le pedía y él le traía, desde esta perspectiva, era un ida y vuelta sobre el qué hacer, cómo y cuándo.


Con el pasar de los años, la serie de jugarretas y aventuras que existían entre Alejandro y Emilia se transformó. Nació una necesidad, dependencia, costumbre y de las mentiras e inventos, el amor. Aunque no fue algo que Alejandro pareció desear en un comienzo, se encontró una tarde donde no podía dejar de pensar en ella. Antes de tomar decisión alguna, primero consultaba para ver si era aprobada por Emilia. Esta clase de situaciones conllevó a que Alejandro discutiera incontables veces con sus padres, quienes no entendían nada de lo ocurrido en la mentalidad de su hijo y trataban de buscar explicaciones a sus ideales.


Una tarde fresca y llena de viento, estaban reunidos en la hacienda. Llegó Alejandro en su caballo con Emilia a su espalda. No resultaba sorpresa para los padres, pues pensaron que por la naturaleza amable de su hijo esto era un favor, o una petición de la familia de la joven para empleo o en algún caso un mensaje para ellos desde el pulpero Antuarez. Ocurrió algo inesperado. La mujer bajó del caballo con el joven y caminando a la par no podía sino emitir una expresión de seguridad y ventaja que inquietaba el ambiente, la misma sensación de victoria y gloria que se tiene al lograr una meta. De 20 años, y Alejandro de 18, se acercaron y sentaron.


—Buenas tardes, señorita Antuarez, bienvenida a la hacienda San Francisco, póngase cómoda ¿qué la trae de visita?

—Mamá, la señorita Antuarez y yo queremos hacerles un anuncio.

—¿qué clase de anuncio hijo? ¿tienes algún negocio en mente con la señora Antuarez?

—Permítame decirles que pueden considerarme, portadora de su semilla. Estoy embarazada de Alejandro y, de nuestra relación, nacerá el amor.

—Alejandro ¿en qué pensabas? Sabes bien que no tienes edad para ser padre, a penas tienes experiencia en el manejo básico y con suerte de la hacienda. ¿Cómo vas a cuidar de una familia? Especialmente cuando la dote de la esposa serían sacos de harina o en su defecto algún valor paupérrimo. Ahora mismo quiero que vayas al pórtico, necesito que hablemos.

—No voy a ningún lado, Emilia es mi mujer y lleva un bebé que es mío y será tu nieto. Te guste o no lo voy a reconocer y nos vamos a casar antes de diciembre.

—Mira muchacho, no lo voy a repetir anda para el pórtico que necesito hablar contigo a solas. Y usted señorita Antuarez, véngase ahora mismo, vamos a conversar.


Alejandro, por respeto principalmente a su madre se fue refunfuñando a la casa, a pesar de tener la complexión física de una torre, tenía todavía la inexperiencia e inocencia de un niño, pues en sus ratos libres se dedicaba a practicar el disparo y andar a caballo, cultivando algo que tanto criticaba el padre Manuel:  <<Alejandro carece en intelecto lo que le sobra en músculo>>.


Emilia acompañó a la señora Julia, a la cocina principal, donde el servicio doméstico desapareció. Julia, una madre amorosa y dócil con sus hijos, no sabía como reaccionar, haciéndose la idea de que su primer nieto podría tener tan solo cinco años menos que sus otros hijos, los gemelos. Aunque haya sido estricta cuando debió, sintió que no fue suficiente —¿Cómo no me percaté antes de los amoríos de mi hijo? Claro, como es hombre ni nos preocupamos donde estaba y ahora tememos lo peor, esta mujerzuela le va a quitar las posesiones y lo va a tener en su mano —se decía en silencio. En lo que se haga padre perderemos todo, no tardará en ponerlo en nuestra contra. Todas estas ideas y pensamientos se reflejaron en la ira y la angustia que portaba abiertamente la cara de Doña Julia. Emilia, por su lado, proyectaba seriedad, confianza y tenía claramente la oportunidad de ganar en este momento, al hacerse incluir en la familia, accedería a las comodidades correspondientes a los Daetano, y aunque no fuese aceptada, tendrían que hacerlo por el reconocimiento social ¿qué más se podía hacer en un pueblo donde todos sabían todo?


—Entonces, Doña Julia, dígame ¿por qué su actitud hacia mí?

—Mírame bien, Emilia. Usted es una Antuarez y mi hijo es un Daetano. Su padre y yo hemos hecho todo por mantener a flote y en constante expansión esta hacienda. En cambio, el suyo en vez de trabajar la tierra, se dedica a comprar y revender. No somos de la misma alcurnia. Te falta educación, valores y mírate las manos, anchas y grandes con raspones y cortaduras, reflejo de que has tenido poco cuidado y no vas a saber mantener las necesidades de mi hijo, quien, además como imagino que sabes y lo manejas bien, es un niño incapaz de decidir por sí mismo. No te quiero volver a ver y hasta tengo dudas que ese bebé que llevas contigo sea de él.

—Doña Julia, no entiendo su trato, sí, es correcto mi padre y yo no tenemos ni sus lujos ni su dinero, pero eso no quita que su hijo me ame como yo a él. Además ¿cuál es el problema en que estemos juntos? Después de todo como buena cristiana debería recoger los frutos de su hijo.

—No me vengas con eso Emilia, no estoy para tus chistes y mucho menos te hagas pasar por la benévola que una vez pudo haber sido tu madre a quién por cierto nunca conociste. Mi hijo no se va a casar contigo y mucho menos entrarás de nuevo en esta casa.

—¿y qué va a hacer? ¿me va a matar o lo va a amarrar de algún lado? Nuestro amor, es real, aunque lo niegue y relinche somos tal para cuál. No me duele lo de mi madre porque, efectivamente no la conocí y soy una mujer hecha a punta de experiencia. Tanto que la puse a temblar a usted con tan solo 20 años. Y otra cosa, acostúmbrese a verme porque su hijo no se va a alejar de mí.

—Emilia, yo voy a ir directo a hablar con su papá y va a ver que ni boda ni relación prospera porque ese hijo que dices tener en tu vientre no es fruto del matrimonio y mucho menos, escúchalo claro, mucho menos es hijo de un hogar, es un desliz y un error, o, mejor dicho, es un plan que tienes para adentrarte en esta casa y familia. No voy a dejar que nada de esto pase ¿me entiendes? Así que te vas ahora o llamo a los sirvientes para que te saque de acá por las malas.

—Un momentito, yo tengo quién se vaya conmigo y me acompañe, su hijo no dejará que usted me haga esto, recuerde que aquí quien tiene todas las de ganar soy yo. Con permiso, ¡Alejandro! ¡Alejandro, ven que nos tenemos que ir!


En menos de un minuto el muchacho ya estaba allí, sin mediar una palabra más montó a Emilia en el caballo y la llevó a su casa. La tarde era muy fría y el sol estaba por ponerse, la mujer bajó del caballo con la mayor delicadeza:


—Prométeme Alejandro que vamos a estar juntos para siempre, no podría vivir sin ti y mucho menos mantener a este bebé que es tuyo.

—Te lo prometo mi amor, no voy a dejar que nada ni nadie los lastime. Lucharé contra viento y marea y contra todo el que se oponga a nuestra felicidad.

—Tu mamá no me quiere, y en lo que se entere tu papá prométeme que no te vas a poner a pelear con él, tienes que comportarte y mantener la postura, quiero que seamos una familia feliz, además en unos años recuerda que seremos quienes habiten los cuartos principales de la hacienda y todo eso será nuestro, tienes que hacerte cargo como el hombre que sé que eres y serás.

—Cuando nadie ve algo bueno en mí, tú sí lo haces Emilia, te amo porque siempre me has mostrado la verdad y me has querido como soy. Ahora mismo voy a hablar con tu papá para pedirle tu mano.

—Alejandro, deja que vuelva de la costa, y nos reunimos para que lo hagas, ahora mismo estás agitado y rojo, ve a darte un baño y descansa. Mañana te quiero aquí, bien temprano para que salgamos a hablar con Doña María que tiene unas telas muy bonitas y tenemos que ir pensando en nuestra ropa de bodas.

—Mañana estaré aquí, contigo, a las 10 de la mañana te veo. Te amo Emilia.

—Te amo Alejandro.


La misma noche, Alejandro confrontó a sus padres, llegando a la discusión más álgida entre ellos. Amenazas e insultos, de los padres al joven en lo que intentaban hacerle comprender que su decisión estaba basada en la juventud y no en la capacidad propia de un adulto, especialmente cuando una mujer mayor que él le llenaba la cabeza de ideas y aspiraciones que poco y nada tenían que ver con su vida. Esa noche se puso la opción de desheredar al joven sobre la mesa y este sin temor alguno los invitó a que lo hicieran. No les tenía miedo, cuanto más se les insiste, más recios se ponen y si, el amor es juvenil y sentimental poco peso le da al resto de las opciones.


Pasaron meses y el bebé estaba a punto de nacer, Doña Julia y Galeano se oponían cada vez de forma más reacia a esta unión.













 



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